martes, 5 de junio de 2012

PASADO Y PRESENTE: RECUERDOS Y REFLEXIONES DE UN YEBENOSO



II - LA INFANCIA.-2


                A nuestra infancia se ofrecían muchos modelos “culturales”, como ahora se dice, pero junto al de los héroes y santos que se nos proponían por el cura y el maestro, la vida cotidiana, las costumbres y personajes ofrecían otros. Al salir de la escuela los comportamientos se desbordaban. Siempre había un grupo que proponía hazañas más divertidas e incluso más seductoras que el partido de futbol, sobre todo cuando ya no teníamos ninguna pelota de goma o reglamento digna de tal nombre. En esas ocasiones subíamos a la sierra, más allá o más acá del pináculo de San Blas, donde cada pandilla habíamos levantado con piedras, alrededor o reforzando un risco, que considerábamos nuestro castillo, y cuyo interior aprovisionábamos de importante munición – piedras y cantos de todos los tamaños -  dividiendo por temporadas – a veces casa semana -  el papel de “policías” y “bandidos” . Sin mayores protocolos se declaraba la guerra por el líder de la pandilla de turno a la contraria, con la inmediata lluvia de piedras que caían sobre la posición contraria. Como la altura de las barricadas impedía en la mayoría de los casos herir seriamente al adversario – seriamente era descalabrar a alguno de sus miembros, con efusión de sangre – tras media hora de lanzamiento se acordaba la segunda fase de la batalla, que pasaba a ser en campo abierto, aproximándonos de cinco en cinco metros, hasta que, nunca mejor dicho, ambos grupos quedábamos a tiro de piedra, y era raro que saliéramos del evento sin heridas o contusiones de diversa importancia. Cuando alguno quedaba “malherido”, se levantaba de inmediato el campo de batalla, y retornábamos al pueblo con mayor o menor entusiasmo según nos hubiera ido en la feria.  Quiero pensar que eran aquellas peleas a pedradas  vestigios de muchas generaciones guerreras, que habían enseñado a pelear a sus miembros desde la infancia, y por cierto que alguno de mis hijos tuvo ocasión de continuar esta tradición, aunque nunca hasta ahora, al leer estas líneas me lo había confesado. Pero lo que aún hoy me hace meditar es el hecho de que los buenos eran siempre los vencedores, por modo que buenos podían ser los policías o los bandidos. Toda una lección para la vida, que no siempre se acomoda a la justicia.

                Cuando la batalla terminaba antes de lo previsto, y los efectivos de ambas pandillas  contendientes no habían sufrido bajas importantes, bajábamos al pueblo por la zona de la Cruz Verde, la calle Morita, la de Los Huertos, y de ésta, según las circunstancias, procedíamos a disolvernos (“cada mochuelo a su olivo”). Había una feroz tradición en nuestro pueblo que recaía tanto sobre los animales como sobre las personas más desfavorecidas por su  aspecto físico o por ciertos defectos de su carácter, o simplemente por su apariencia, digamos, poco viril (a éstos últimos, se les apodaba como sarasas). Al llegar a la zona de la Cruz Verde los grupos se emboscaban, a la espera de que apareciese por la calle alguno de aquellos personajes, y cuando el infeliz así lo hacía, salíamos en tromba los emboscados, con nuestras taleguitas repletas de piedras, o que para la ocasión arrancábamos del empedrado de la calle (creo que el Ayuntamiento no ganaba para repararlo, con aquellas tribus sueltas que constituíamos los inocentes niños de entonces). Y se iniciaba así una persecución del infeliz por todo el norte del pueblo, salpimentada por nuestra inmisericorde lluvia de piedras, trufada de sonoros insultos (Golete, Tierra del Humero … Fulano, Sarasa …Toriqui …), que terminaba casi siempre con el perseguido suplicando piedad, que raras veces obtenía de aquellos forajidos malvados que éramos los infantes de la época … . Todavía guardo en mi memoria la parte final de aquellas escenas, que ahora me horrorizan, pues lo que más me asombra es que nuestro bandidaje no tuviera reprensión por parte de ninguno de los adultos que asistían al innoble espectáculo referido, y que ni siquiera pudiera conmovernos el llanto del interfecto, en algunos casos personas maduras y aún cercanas a la ancianidad. Ya que no tuve ocasión de hacerlo entonces, porque me faltaba la percepción de la maldad de nuestros actos, ahora, cuando nuestras víctimas han pasado a mejor vida, es justo que cuente esto no para continuar el escarnio, sino para pedirles perdón, y hacer pensar a otros sobre la vileza en que incurrimos los seres humanos cada vez que aprovechamos nuestra superioridad personal o colectiva para humillar a otros que se encuentran en situación de debilidad. Por cierto que brumosamente recuerdo que estos mismos perseguidos por la chiquillería aparecían en las tardes del Jueves Santo de cada año en el Altar Mayor de la Iglesia de Santa María,  bajo figura de los apóstoles del lavatorio (donde se rememoraba la escena de Jesús, antes de su última cena, lavando los pies de sus discípulos, haciendo que el señor cura, creo a la sazón era D. Pedro, lavase los de todos aquellos pobres hombres). Aquella escena no nos conmovía a ninguno de nosotros, antes creíamos que consagraba una burla añadida, ya que exponía a los citados ante toda la congregación de ciudadanos, resaltando su miseria y suciedad extremas. Pero pasados los años, cada vez que leo la escena primigenia en el Evangelio, no dejo de conmoverme, pues al evocar a Jesús lavando los pies de sus discípulos – Judas incluido – les pongo a todos ellos la cara de Golete, de Toriqui, de Pelele, de Sarasa, y un largo etc., y siento la gravedad de aquella tremenda indignidad sobre la que nadie – ni maestros, ni sacerdote, ni siquiera los padres -  se tomaba el trabajo de reprendernos. Y es que – lección que he aprendido muchos años después – la dignidad humana corresponde por igual a todos los seres humanos, cualquiera que sea su posición, su físico o su intelecto, y el respeto a tal dignidad, inherente a todo hombre,  es aún más imperativamente exigible respecto de los débiles, los lisiados, o los que sufren cualquier tipo de minusvalía física o moral.  Inclúyase en la rúbrica a los aún no nacidos, y a los difuntos, pues éstos últimos – los restos o despojos de su cuerpo, como la memoria debida – merecen también, sin excepción, el respeto y el homenaje de todos:  no hay pueblo más salvaje que aquél que no respeta a sus muertos. Pues eso…

Jose Mª Fernández Pastrana

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