II - LA INFANCIA.-2
A
nuestra infancia se ofrecían muchos modelos “culturales”, como ahora se dice, pero junto al de los héroes y
santos que se nos proponían por el cura y el maestro, la vida cotidiana, las
costumbres y personajes ofrecían otros. Al salir de la escuela los
comportamientos se desbordaban. Siempre había un grupo que proponía hazañas más
divertidas e incluso más seductoras que el partido de futbol, sobre todo cuando
ya no teníamos ninguna pelota de goma o reglamento digna de tal nombre. En esas
ocasiones subíamos a la sierra, más allá o más acá del pináculo de San Blas,
donde cada pandilla habíamos levantado con piedras, alrededor o reforzando un
risco, que considerábamos nuestro castillo, y cuyo interior aprovisionábamos de
importante munición – piedras y cantos de todos los tamaños - dividiendo por temporadas – a veces casa
semana - el papel de “policías” y
“bandidos” . Sin mayores protocolos se declaraba la guerra por el líder de la
pandilla de turno a la contraria, con la inmediata lluvia de piedras que caían
sobre la posición contraria. Como la altura de las barricadas impedía en la
mayoría de los casos herir seriamente al adversario – seriamente era descalabrar a alguno de sus miembros, con efusión de
sangre – tras media hora de lanzamiento se acordaba la segunda fase de la
batalla, que pasaba a ser en campo abierto, aproximándonos de cinco en cinco
metros, hasta que, nunca mejor dicho, ambos grupos quedábamos a tiro de piedra,
y era raro que saliéramos del evento sin heridas o contusiones de diversa
importancia. Cuando alguno quedaba “malherido”, se levantaba de inmediato el
campo de batalla, y retornábamos al pueblo con mayor o menor entusiasmo según
nos hubiera ido en la feria. Quiero
pensar que eran aquellas peleas a pedradas
vestigios de muchas generaciones guerreras, que habían enseñado a pelear
a sus miembros desde la infancia, y por cierto que alguno de mis hijos tuvo
ocasión de continuar esta tradición, aunque nunca hasta ahora, al leer estas
líneas me lo había confesado. Pero lo que aún hoy me hace meditar es el hecho
de que los buenos eran siempre los vencedores, por modo que buenos podían ser
los policías o los bandidos. Toda una lección para la vida, que no siempre se
acomoda a la justicia.
Cuando
la batalla terminaba antes de lo previsto, y los efectivos de ambas
pandillas contendientes no habían sufrido
bajas importantes, bajábamos al pueblo por la zona de la Cruz Verde, la calle
Morita, la de Los Huertos, y de ésta, según las circunstancias, procedíamos a
disolvernos (“cada mochuelo a su olivo”). Había una feroz tradición en nuestro
pueblo que recaía tanto sobre los animales como sobre las personas más
desfavorecidas por su aspecto físico o
por ciertos defectos de su carácter, o simplemente por su apariencia, digamos,
poco viril (a éstos últimos, se les apodaba como sarasas). Al llegar a la zona de la Cruz Verde los grupos se
emboscaban, a la espera de que apareciese por la calle alguno de aquellos
personajes, y cuando el infeliz así lo hacía, salíamos en tromba los
emboscados, con nuestras taleguitas repletas de piedras, o que para la ocasión
arrancábamos del empedrado de la calle (creo que el Ayuntamiento no ganaba para
repararlo, con aquellas tribus sueltas que constituíamos los inocentes niños de entonces). Y se
iniciaba así una persecución del infeliz por todo el norte del pueblo,
salpimentada por nuestra inmisericorde lluvia de piedras, trufada de sonoros
insultos (Golete, Tierra del Humero … Fulano, Sarasa …Toriqui …), que terminaba
casi siempre con el perseguido suplicando piedad, que raras veces obtenía de
aquellos forajidos malvados que éramos los infantes de la época … . Todavía
guardo en mi memoria la parte final de aquellas escenas, que ahora me
horrorizan, pues lo que más me asombra es que nuestro bandidaje no tuviera
reprensión por parte de ninguno de los adultos que asistían al innoble espectáculo
referido, y que ni siquiera pudiera conmovernos el llanto del interfecto, en
algunos casos personas maduras y aún cercanas a la ancianidad. Ya que no tuve
ocasión de hacerlo entonces, porque me faltaba la percepción de la maldad de
nuestros actos, ahora, cuando nuestras víctimas han pasado a mejor vida, es
justo que cuente esto no para continuar el escarnio, sino para pedirles perdón,
y hacer pensar a otros sobre la vileza en que incurrimos los seres humanos cada
vez que aprovechamos nuestra superioridad personal o colectiva para humillar a
otros que se encuentran en situación de debilidad. Por cierto que brumosamente
recuerdo que estos mismos perseguidos por la chiquillería aparecían en las
tardes del Jueves Santo de cada año en el Altar Mayor de la Iglesia de Santa
María, bajo figura de los apóstoles del
lavatorio (donde se rememoraba la escena de Jesús, antes de su última cena,
lavando los pies de sus discípulos, haciendo que el señor cura, creo a la sazón
era D. Pedro, lavase los de todos aquellos pobres hombres). Aquella escena no
nos conmovía a ninguno de nosotros, antes creíamos que consagraba una burla
añadida, ya que exponía a los citados ante toda la congregación de ciudadanos,
resaltando su miseria y suciedad extremas. Pero pasados los años, cada vez que
leo la escena primigenia en el Evangelio, no dejo de conmoverme, pues al evocar
a Jesús lavando los pies de sus discípulos – Judas incluido – les pongo a todos
ellos la cara de Golete, de Toriqui, de Pelele, de Sarasa, y un largo etc., y
siento la gravedad de aquella tremenda indignidad sobre la que nadie – ni
maestros, ni sacerdote, ni siquiera los padres - se tomaba el trabajo de reprendernos. Y es
que – lección que he aprendido muchos años después – la dignidad humana
corresponde por igual a todos los seres humanos, cualquiera que sea su
posición, su físico o su intelecto, y el respeto a tal dignidad, inherente a
todo hombre, es aún más imperativamente
exigible respecto de los débiles, los lisiados, o los que sufren cualquier tipo
de minusvalía física o moral. Inclúyase
en la rúbrica a los aún no nacidos, y a los difuntos, pues éstos últimos – los
restos o despojos de su cuerpo, como la memoria debida – merecen también, sin
excepción, el respeto y el homenaje de todos:
no hay pueblo más salvaje que aquél que no respeta a sus muertos. Pues
eso…
Jose Mª Fernández Pastrana
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